Presentismo Perry Anderson Universidad de California en Los Ángeles La acusación —si no el término— de “presentismo”, de tomar ideas del pasado haciendo abstracción de su contexto histórico para usarlas erróneamente en el presente, ganó su primera notoriedad con The Whig Interpretation of History de Herbert Butterfield, escrito a comienzos de la década del treinta. El término, que probablemente ya estuviera difundido en Cambridge en los años cincuenta, adquirió plena vigencia con los primeros textos metodológicos de Quentin Skinner, John Dunn y J. G. A. Pocock, que polemizaban con la historia de las ideas tal como era practicada por Arthur Lovejoy o George H. Sabine o, en un registro diferente, por C. B. Macpherson. La propuesta de una transformación radical del modo en que el campo debía ser estudiado encontró su realización ejemplar en The Ancient Constitution and the Feudal Law de Pocock, The Foundations of Modern Political Thought de Skinner y The Political Thought of John Locke de Dunn. Ningún protocolo de la Escuela de Cambridge fue más severo ni ganó una aceptación más amplia que la prohibición de presentismo. Las ideas políticas del pasado pertenecían a los lenguajes del pasado, que no tenían continuidad con los del presente y debían ser reconstruidos si se pretendía entender el verdadero significado de cualquier texto que se articulara en esos lenguajes. Las ideas políticas no estaban disponibles para un traslado de modo ignorante al discurso contemporáneo. La “revolución en la historia del pensamiento político” de Cambridge, a pesar de su insistencia en la primacía del contexto histórico, en términos generales no aplicó sus preceptos a sí misma. Pero el escenario en el que se originó parece bastante claro: el consenso de posguerra en el ámbito angloparlante con el florecimiento de la filosofía del lenguaje y la promesa del fin de las ideologías. Se trataba, al menos en lo referido a la política interna, de una arena marcadamente despolitizada (en la política externa, por supuesto que la Guerra Fría estaba lejos de haber terminado). En la Europa continental no reinaban condiciones tan confortables. Con el telón de fondo del reciente fascismo y la resistencia contra él, y en un escenario persistente de comunismo y una batalla para contenerlo o reprimirlo, las pasiones ideológicas estaban mucho más exacerbadas. Así, no sorprende que las advertencias de la Escuela de Cambridge fueran poco tenidas en cuenta. En la Alemania de los cincuenta y los tempranos sesenta, los dos trabajos señeros sobre historia de las ideas, Kritik und Krise (1954) de Reinhart Koselleck y Strukturwandel der Öffentlichkeit (1962) de Jürgen Habermas, podían ser vistos, a su modo, como una revolución de los métodos y de los hallazgos no menos profunda que la que el trabajo de los historiadores de Cambridge representaba en Gran Bretaña. Pero ninguno de los dos tuvo reparo en establecer conexiones directas —y antitéticas— entre los conceptos de la esfera pública propios de la Ilustración y las candentes preocupaciones relativas a la contemporaneidad: los peligros del totalitarismo, la cultura de los medios de comunicación mercantilizados y la democracia delegativa. Tales usos europeos del pasado persistieron. Baste pensar en Norberto Bobbio, quien comenzó escribiendo sobre Hobbes en la década del cuarenta. Tres décadas después, no dudó en transponer el diseño del Leviathan a los riesgos bélicos de la era nuclear ni en argumentar a favor de un superpoder singular con monopolio de la violencia extrema interestatal para asegurar una paz estable (Il problema della guerra e le vie delle pace, 1979). O, contrariamente, Habermas pudo retomar, sin sentir el menor inconveniente ni percibir la menor incongruencia, el esquema de Kant de la paz perpetua como una maqueta de las intervenciones humanitarias de las Naciones Unidas durante la década del noventa. O, más recientemente, Rosanvallon, quien trajo nuevamente a la discusión pública a Guizot en la década del ochenta para promocionar las ventajas de una recuperación del liberalismo francés —Le Moment Guizot (1985) como una operación subsidiaria del entonces vigente “momento Furet”—, retoma a Guizot con iguales objetivos en La contre-démocratie (2006), veinte años después. En definitiva, en esas declinaciones continentales el presentismo no produjo mayores ansiedades. Podría objetarse que esos pensadores, a excepción de Koselleck, no pueden ser considerados historiadores en sentido estricto —e incluso se podría acusar a Koselleck de practicar algo más cercano a una forma filosófica que a una forma convencional de la historia. Pero cuando atendemos a las producciones posteriores de los historiadores de Cambridge, advertimos que ellos mismos se alejaron hace tiempo de las prescripciones asépticas de su juventud. Las razones de ese cambio no son difíciles de descubrir. Las plácidas verdades indiscutibles de los cincuenta ya no se sostienen. Liberty before Liberalism (1998) de Skinner, busca recuperar en Marchamont Nedham, James Harrington o Algernon Sydney ideas “neo-romanas” de libertad como no-dependencia a la voluntad de otros, y las propone como antídoto a la concepción hobbesiana de libertad negativa como mera ausencia de impedimento de acción, que se convirtió en parte del sentido común. A esta construcción, evidente reacción a la era del thatcherismo, podría achacársele precisamente el pecado cuya condena fundó el renombre de Skinner. Para Blair Worden y Pocock, era claramente presentista. Dunn, más radicalmente disconforme con el devenir de la democracia occidental, en Setting the People Free (2005) volvió a Roberspierre y Babeuf para buscar pistas sobre los límites que el “orden del egoísmo” le impone a la democracia. Tampoco Pocock, el más autorizado de todos, pudo resistir la tentación del presente. Ya The Machiavellian Moment finalizaba con el escándalo de Watergate. Pero su modo de vincular el pasado con el presente fue claramente diferente. Richard Nixon pudo figurar en las páginas de Pocock como una criatura de una imaginación típicamente Old Whig, pero su modo no es la presentación abierta de los pensadores del pasado como enseñanza del presente, sino otro, a la vez más oblicuo y más directo. The Discovery of Islands (2005) no pone a su servicio a Tucker o Gibbon. Pero su feroz ataque al desmantelamiento de la soberanía nacional y a los triunfos de la mercantilización en la Unión Europea —objeto de admiración de Skinner— es más intencionalmente político que lo que cualquier colega de Pocock se permitió. No es necesario trazar su línea de proveniencia: no hay dudas de que estamos ante el republicanismo, en el sentido peculiarmente incisivo que el joven Pocock reveló a los modernos. ¿Toda esta reincidencia no es más que un lapsus tardío de presentismo? El término está expuesto a una confusión. El significado de una idea política sólo puede ser entendido en su contexto histórico –social, intelectual y lingüístico–. Arrancarlo de ese contexto es un anacronismo. Pero, contrariamente a la gastada afirmación atribuida a Wittgenstein, significado y uso no son lo mismo. Las ideas del pasado pueden adquirir relevancia contemporánea —incluso, en ocasiones, una mayor a la que poseían originariamente— sin ser mal interpretadas. No hay garantía contra su distorsión ni se puede asegurar su momificación. [Enviado por el autor. Traducción del original en inglés y notas: Natalia Bustelo]