La opinión pública no es una categoría transhistórica, sino que se trata de una configuración sociopolítica que emerge en el siglo XVIII. Fue entonces cuando se multiplicaron de manera exponencial las publicaciones periódicas, cuando proliferaron escenarios tales como los salones, las academias y las casas de café, en el interior de los cuales los individuos pudieron discutir acerca de numerosas cuestiones de la vida pública. Fue entonces, ante todo a partir de 1750, cuando la apelación a la opinión pública comenzó a ser una constante del discurso, cuando esta nueva entidad empezó a ser concebida como la autoridad última que dotaba de legitimidad a las diferentes posiciones adoptadas por los contemporáneos. Nuestra investigación se asienta, ante todo, sobre una apuesta fundamental, que es la distinción entre opinión pública y opinión popular. Enfatizar esta controversia permite, a nuestro juicio, corregir las carencias más importantes del clásico trabajo de Jürgen Habermas, la Historia y crítica de la opinión pública (1962), que centra su atención en la «publicidad burguesa» y desatiende por completo la «publicidad plebeya». Este silencio es el punto de partida de nuestro análisis. Como podemos comprobar a propósito del fallido atentado contra Luis XV perpetrado por Damiens en 1757, las autoridades policiales vigilan muy de cerca no sólo las publicaciones contestatarias que se distribuyen de forma clandestina, sino también las aglomeraciones multitudinarias, los murmullos de las plazas públicas, los carteles sediciosos. El caso Damiens supone además un espléndido laboratorio que condensa la efervescencia política de los últimos decenios del Antiguo Régimen, y permite tomarle el pulso a la creciente desacralización de la monarquía francesa. En segundo lugar, la «publicidad plebeya» no puede ser considerada sin más, como pretende Habermas, como «una variante de la publicidad burguesa». Los discursos de autolegitimación de los abanderados de la «publicidad hegemónica» y la exclusión de las capas bajas de los nuevos escenarios críticos nos enfrentan a una realidad mucho más compleja. Las duras palabras de Voltaire, d’Alembert, Condorcet y tantos otros respecto a la sinrazón de la multitud iletrada no reproducen ingenuamente los prejuicios arraigados en la sociedad de la época, sino que ante todo forman parte de la estrategia urdida por los philosophes, cuyo objetivo último tenía que ver con la instauración de una nueva elite intelectual que supo beneficiarse del debilitamiento de las viejas estructuras que sostenían el edificio del Antiguo Régimen. El philosophe es la figura que posibilita además la compleja articulación de las dos perspectivas en las que, grosso modo, cabe encuadrar las diferentes aproximaciones a nuestro objeto de estudio: el philosophe es una nueva realidad sociocultural (como las abordadas desde el enfoque «referencialista», defendido entre otros por Darnton y Farge) y se destaca a la vez como una de las personalidades que más activamente participan en la invención discursiva de la opinión pública (la cual desde el enfoque «artificialista», desarrollado por Baker, Ozouf o Veysman, es ante todo una construcción ideológica, una entidad conceptual que aparece bajo la forma de un tribunal al que recurren los diferentes actores sociopolíticos). La creciente ascendencia social de la nueva elite de los intelectuales tuvo que ser defendida por éstos en la arena pública, donde no podían dejar de combatir las numerosas sátiras que denunciaban la altanería de los philosophes. Éstos no dejaron de luchar contra la baja literatura -aquellos emborronadores de papel tan detestados por Voltaire-, al igual que no escatimaron esfuerzos con el fin de desvincularse de la multitud, de aquella opinión popular contra la que se recortaba la emergente opinión pública que los ministros de la iglesia invisible de Diderot pretendían colocar bajo su tutela., Public opinion and popular opinion 18th-century France. The philosophe or the birth of the intellectual Víctor Cases Martínez Abstract: Public opinion is not a trans-historical category but a socio-political configuration, which emerged during the 18th century. It was then that periodical publications increased exponentially, scenarios such as salons, academies and coffee houses proliferated becoming spaces where multiple issues of public life could be discussed. It was then, mostly since 1750, that the appeal to public opinion started to become a constant element within discourse; it was then that this new entity started to be conceived as the ultimate authority that conferred legitimacy to the positions taken by contemporary individuals. Our research relies on a fundamental issue, namely the distinction between public opinion and popular opinion. In our view, putting emphasis on this controversy enables us to correct the most important omissions in Jürgen Habermas’ classical work The Structural transformation of Public Sphere (1962), which focuses on “bourgeois public sphere” and completely neglects “plebeian public sphere”. This absence is the starting point for our analysis. As we can see from the example of Damiens’ failed attempt on the life of King Louis XV in 1757, political authorities kept a close watch not only on rebellious publications, which were disseminated clandestinely, but also on multitudinous gatherings, murmurs of disagreement on public squares, seditious posters, etc. Furthermore, the case of Damiens constitutes a magnificent laboratory condensing the political unrest of the last decades of the Old Regime, allowing to take the pulse of the increasing desacralization of the French monarchy. Secondly and unlike what Habermas stipulates, the “plebeian public sphere” cannot simply be considered as a “variation of the bourgeois public sphere”. Self-legitimising discourses from the flag-bearers of “hegemonic public sphere”, as well as the exclusion of the lower classes from the new criticism scenarios depict a much more complex reality. Voltaire’s, d’Alembert’s, Condorcet’s and many others’ harsh words regarding the unreason of illiterate multitudes do not just naïvely aim to reproduce the deep-rooted prejudices of society at that time. But rather belong to a strategy worked out by the philosophes which ultimately aims at the establishment of a new intellectual elite which knew how to benefit from the weakening of the old structures sustaining the Old Regime. Furthermore, the philosophe is the figure that enables the complex articulation of both perspectives which broadly frame the different approaches to our subject of study: the philosophe is a new socio-cultural reality (such as those tackled by the “referentialist” approach and supported among others by Darnton and Farge) and it stands out for being one of the actors which participates more actively in the creation of the discourse of public opinion (which, from the “artificialist” perspective put forward by Baker, Ozouf or Veysman, is above all an ideological construct, a conceptual entity which appears in the form of a court to which the different socio-political actors can resort to). The new intellectual elite had to defend their increasing social advancement on the public arena, where they were confronted with numerous satires denouncing the haughtiness of philosophes. They kept fighting against low-level literature -those people staining sheets of paper which Voltaire loathed-, they spared no effort in order to drop out of the multitude, to drop out of that popular opinion contrasting with another emerging popular opinion which the ministers of Diderot’s invisible church tried to place under their tutelage.