Los conflictos no son inherentes al ser humano, ni a las relaciones sociales, ni a la sociedad. Esta afirmación no es una cuestión baladí, ya que si el conflicto fuese inherente a la vida humana no habría más remedio que intentar vivir lo mejor posible con él, pero si no lo es, si es contingente, se pueden adoptar medidas para que éste no tenga lugar o para transformarlo si se ha producido. Una cosa son las contradicciones/oposiciones internas de la vida, los desequilibrios o las crisis, que sí son consustanciales con la vida biológica y social, y, otra, los conflictos. El conflicto es una sustantiva realidad relacional entre sujetos, que puede presentarse cuando las necesidades sociales no son atendidas de modo sinérgico. Si bien, no será apelando a la buena voluntad de quienes atienden sus necesidades de modo violador o destructor como, así, sin más, dejarán de hacerlo, ni necesariamente quienes padecen el malestar abogarán porque sean atendidas las necesidades de manera sinérgica; pues podrán decantarse por otros modos de atenderlas sin que el conflicto se transforme de manera satisfactoria para el conjunto de la sociedad. Para que así sea, se ha de acabar o, al menos, disminuir sustancialmente, la base que sustenta el modo de atender las necesidades de manera violadora o destructora. Para tal fin se ha de implicar no solo a las realidades grupales afines a quienes padecen el malestar, sino, también, a las realidades grupales que se encuentran distantes e indiferentes, procurando despertar el interés de quienes están ajenos. La implementación de procesos participativos conversacionales de construcción de conocimiento y propuestas de actuación con las que evitar los conflictos o transformarlos satisfactoriamente (si ya han cristalizado) puede coadyuvar a ello.