Juan Pablo II ha sido testigo de uno de los periodos más dramáticos de la historia de la humanidad. Experimentó en primera persona —incluso como víctima—el poder gigantesco que puede adquirir el mal en el mundo y cuya consecuencia más grave ha sido la muerte de millones de vidas humanas. Guerras mundiales, guerras fratricidas, totalitarismos, abortos, abusos, eutanasias, torturas físicas y morales, atentados terroristas, etc. Como él mismo manifestó no ha sido un mal de edición reducida, sino un mal que se ha servido de las estructuras estatales para llevar a cabo su obra nefasta, un mal elevado a sistema. Pero el mysterium iniquitatis que representa esa abundancia de mal no ha conseguido, en el mismo mundo, destruir el bien, ni ha impedido su difusión ni su crecimiento. Más aún, el Papa proclamó con la fuerza de su vida y de su fe que, aunque el mal parezca invencible, nunca lo será porque tiene un límite que quiebra su potencia y que se llama misericordia. Aunque en un momento histórico parezca haberse concentrado la mayor maldad humana, al final, el mal entra en crisis total diluyéndose en una ola infinita de bien que lo supera y que se llama misericordia divina.